Me cogió la mano y la apretó en una especie de señal, solía hacerlo cuando no tenía palabras, o también cuando se sentía realmente arrepentido. Me reconfortaba aquel gesto, pues sabía que lo sentía, y mucho.
Recorrí con mi mirada su rostro, prestando mucha atención a lo que veía, cada rasgo cada lunar, cada imperfección… me paré cuando llegué a sus ojos. Miré aquellos ojos que tanto tiempo me habían acompañado y, sin quererlo, una lágrima traviesa consiguió escaparse de los míos.
Tenía los ojos llorosos, por lo que ese color gris que los caracterizaba parecía tener más viveza. Siempre me han gustado los ojos, según dicen, son el espejo del alma.
No pude evitarlo, y mis sentimientos convertidos en lágrimas me traicionaron. Él sabía que lo estaba pasando mal, lo sabía, y por ello se sentía culpable. Me abrazó muy fuerte, como si quisiera arrebatarme todas mis penas y traspasárselas a él mismo. Nos quedamos así un buen rato, en silencio y abrazados, seguramente por última vez.
De repente se separó de mí, y yo, en un acto suicida me agarré a su brazo, como si estuviera a punto de caerme al abismo, un agujero sin fin. Le escuché suspirar, un suspiro de estos lentos y llenos de sentimientos, un suspiro que para mí significaba un “no quiero dejarte, pero debo hacerlo”, un suspiro que me llegó muy dentro, e hizo que el corazón se me parara un instante.
Separó sus labios, esos que antes eran míos, los que me moría por rozar, y empezó a hablar, en forma de susurros débiles, pero seguros:
-No lo hagas más difícil- su voz no tenía significado alguno, parecía un simple muñeco al cual le han puesto voz, una voz fría, sin emoción, sin vida.-Por favor.
Y se marchó. Le vi marcharse, arrebatarme mis ilusiones y mis sueños y alejarse poco a poco de donde yo estaba. Allí me quedé, observando como esa parte de mi vida se iba a la basura, como si viniera alguien y la pisoteara sin piedad, y la dejara allí abandonada, a la intemperie, sin el calor de una mano amiga que la ayudase a sobrevivir.
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